lunes, 24 de noviembre de 2014

Suárez Andrea, Crónica sobre una calle


La Raya entre Colombia y Venezuela; más que una raya

Por: Andrea Suárez

Entre el tremolar de viajeros, mercancía, bolívares, pesos y tracto mulas se esconde el trasfondo de uno de los extremos del país en La Guajira, el último trecho de vía que une a Venezuela con Colombia, los últimos kilómetros de La Raya que más que comunicar dos países, atraviesa el insólito panorama humano y social del país.

Antes de brillar el sol, bajo el alba,  son millares las personas que transitan de un extremo a otro y por razones diferentes sobre el asfalto que cimenta la agitada y congestionada vida que se respira en La Raya. Unos, los viajeros casi siempre con desesperación en sus rostros, cargando cajas y maletas estalladas de mercancía,  caminan desde la Migración colombiana o DAS hasta el punto de control venezolano en busca de los permisos obligatorios para pasar de un país a otro. El comercio florece como un oasis. Los otros se dedica a esta actividad la mayor parte del día, todas con fines diferentes, unos compran, otros venden.

Ese corto, olvidado pero definitivo tramo de Colombia, es saturado de la más variada e insospechada mercancía. Se halla el comercio desde sus diferentes manifestaciones, desde el que tiene un local, en malas condiciones, pero al fin y al cabo un local, hasta el que vende ambulantemente cajas de chicle.

En el espacio que divide la vía izquierda de la derecha, se encuentra la mayor actividad económica de La Raya. En cuantiosas cantidades, en mesas pequeñas e insignificantes de madera, circula el peso, el bolívar y el dólar. Detrás de cada una hay un hombre esperando por sus clientes, que cada cinco minutos grita sin mesura alguna “bolos, bolos, a buen precio". Pero detrás de ese hombre siempre hay una historia que termina conociendo toda La Raya, desde peleas entre maridos hasta peleas con los clientes y son tan certeras que por día se debe, como mínimo,  una riña.  

Del dinero parte aquel sentimiento llamado egoísmo, convertido en otra de las razones por las cuales en La Raya no se vive ni se deja vivir. Los puestos de trabajos que la rodean son mayoritariamente informales y representan la falta de visión que carcome al país, desencadenada en que por cada paso que se da  se tropiece con plásticos, cartones y botellas. La producción de basura es colosal. Pero es aceptada como parte inherente del paisaje mercantilista del territorio.
La Raya sin dolientes

Basta con comparar una imagen de la frontera de Cúcuta con Venezuela y de la frontera de La Guajira con este mismo país para que se confirme la idea de que la segunda se ha ganado, y con méritos el nombre de la “Tierra de Nadie”.

Mientras en la vía de la primera hay presencia del Estado, en los kilómetros colombianos de la segunda se ven y se sienten las consecuencias de los conflictos entre Venezuela y Colombia que terminan por repercutir en los que dependen de las relaciones comerciales. Así como un día La Raya puede estar congestionada y saturada de tráfico, de mercancía y personas agitadas rebuscándose en lo uno y lo otro, puede acabarse otro día en el que no se haya cambiado ni un solo billete de peso a “bolo”, pueden pasar días en que no hay carros que pasen ni para la C ni para la V que se encuentran en el límite territorial exacto de los países.

Esta porción de tierra ha venido decayendo en su infraestructura. En el espacio público nadie tiene autoridad sobre nadie, lo que le suma al paisaje un aspecto de desorganización, por el cual desde celebridades hasta personas sin renombre muy pronto han tenido o tendrán que atravesar.

Los Suárez

La febril y dual actividad comercial con el paso del tiempo y la brisa ha dado paso a un tejido de razas, colonias e identidades entre las etnias wayuu venezolanas y colombianas que han formado un nuevo rostro iniciado por una numerosa familia, quienes con la caja de cambio El Dólar, instauraron en el 80 el negocio del cambio de monedas de la mano de Jorge Luis Suárez. Sus locales que abarcan una gran manzana, se destacan por su moderna e impecable infraestructura para dar mayor impulso a la actividad comercial de La Raya. Entre uno de sus negocios, el más lucrativo es el  parqueadero “La Villa”,  en el que se pueden encontrar desde los carros más lujosos hasta los carros venezolanos antiguos, llamados “lanchitas”, la cuenta del parqueadero es manejada por la Chachi Suárez, la tía universal, pues todos los que llegan a guardar sus carros, sin excepción, le obsequian algo de sus viajes.

En el ocaso

Las mesas de madera, ya no están. Los comerciantes se van desapareciendo poco a poco y los viajeros que no alcanzaron a llegar a su destino, quedándose a raya de un país y el otro, se hospedan en “La Frontera”, hotel de los Suárez.

Lo único que no se apaga es una o dos canciones de uno que otro negocio que sin tener en cuenta los días de la semana, se mantiene abierto las 24 horas del día, teniendo como clientes fijos a aquellos vendedores de “bolos” que se van a desestresar en compañía de las amigas de la noche.

Los extremos no son buenos, pero para estar en La Raya, en la tierra de nadie, sin autoridad, sin desarrollo, sin sostenimiento ni acompañamiento del Estado, es mejor elegir, la C o la V.

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