El
dinero del corazón
Por: Alberto Jiménez
En una tarde soleada, en las
playas del Rodadero, Amanda Salamanca, una mujer de 45 años, se encontraba
realizando su labor como masajista y fabricadora de trenzas. Mientras caminaba
por la arena caliente, sentía que ésta le iba a comer las chanclas que
usualmente llevaba para laborar, por lo cual, decidió irse por la orilla del
mar, para que el agua le refrescara los pies, esos que le ayudan a movilizarse
para conseguir el sustento de cada día.
En todo el día no había
logrado hacer trenzas ni masajes, al parecer no iba a tener suerte laboral en
esta jornada. Sin embargo, mientras el hambre, la sed y el calor se apoderaban
más de su ser, Amanda continuaba caminando por la playa, sintiendo el suave
roce de la brisa que le recorría todo su cuerpo.
En su andar vago y pausado,
sintió que alguien le tocaba el tobillo de la pierna derecha. De inmediato
dirigió su mirada al suelo, y se encontró con el rostro de un hombre que estaba
disfrutando de un baño en las aguas de estas agradables playas. Él, al notar
que Amanda lo miraba fijamente y con un poco de impresión, sutilmente pronunció
unas palabras: “Regálame un masaje”. Para ella fue algo desconcertante, y en su
interior la invadía un sentimiento de ira, puesto que en el transcurso de su
jornada laboral, no lograba encontrar clientes y este hombre le decía que le
regalara un masaje. ¡Cómo podía ser posible!... Vaya, ¡Qué ironía! Mientras
ella buscaba obtener dinero a cambio de sus servicios, la primera persona que
acudía a ella en busca de un masaje, le pedía que lo hiciera en forma de
regalo.
No obstante, luego de unos
minutos ella accedió. Al disponerse a empezar su labor, Amanda se topa con una
sorpresa que la impresionó. El hombre era discapacitado, y por esto, sus
articulaciones se encontraban tullidas. Al ver esta situación, sus ojos se
llenaron de lágrimas. Mientras realizaba el masaje y charlaba con su cliente
sobre cómo éste debía tener cuidados con respecto a su discapacidad, aquellas
sensaciones que la habían invadido, iban desapareciendo. Ya no había hambre, ni
sed y el calor había mermado.
El tiempo transcurría y ella
continuaba con el ejercicio de su oficio, hasta que culminó. Mientras esto
pasaba, una mujer se acercaba al lugar en el cual se encontraban. Para su
sorpresa, era la esposa de aquel hombre al cual ella gentilmente le había
regalado una parte de su trabajo.
Luego de esto, y como hace
cada vez que termina sus rutinas de masajes, Amanda recogió sus instrumentos de
trabajo, y se marchó. Durante el corto trayecto que había recorrido, pensaba en
que quizás muchas veces los hombres nos dejamos llevar por la avaricia, y
consideramos que el dinero lo es todo. Pero ella en el fondo se sentía
complacida, puesto que aunque no había recibido recompensa monetaria alguna,
sabía que el gesto de su parte para con el hombre, estaba bien visto ante los
ojos de Dios, y la riqueza espiritual que este acto le dejaba en su ser era
mucho más grande que lo que su cliente le hubiese podido pagar por su labor.
De repente, y mientras
continuaba con su andar, escuchó una voz que la llamaba. Volteó bruscamente,
para ver quién era la persona que se dirigía a ella, y notó que la esposa del
hombre la llamaba. Ésta mujer se acercó, le pagó por su trabajo y le pidió
consejos para poder realizarle masajes a su esposo, al cual una enfermedad le
había costado la movilidad de gran parte de sus extremidades.
De esta forma, Amanda, una
mujer de contextura robusta, de piel blanca como la leche, quien además de
hacer masajes y trenzas, también vende mangos y obleas, comprendió que hacer el
bien de forma desinteresada, deja en el corazón mucha más satisfacción que
recibir dinero como pago de una de sus ocupaciones.
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