Por:
Yulibeth Quintana Suárez
Son
la 5:10 de la tarde y en la visitada playa de El Rodadero hay un gran alboroto.
Los turistas caminan sin rumbo por todo el lugar admirando las creaciones
artísticas y artesanales que están a la vista, las palomas no muy ariscas se
adelantan al paso de los transeúntes, los vendedores de ceviches y comidas
rápidas se apresuran para abrir casi al tiempo sus negocios, a la orilla del
mar se aglomeran los bañistas, los silleteros se dispersan para alquilar sus
sillas a los visitantes y los músicos se preparan despidiendo al sol con sus
canciones.
En
medio de tanto revuelo, y ante la curiosidad que despierta el seguir
deslumbrando este espacio turístico, se vislumbra bajo un frondoso árbol de
caucho que une sus ramas con las de un árbol de almendras, a un hombre maduro
de escasos 60 años, oriundo de Fundación Magdalena, de piel morena, ojos oscuros,
pelo crespo negro, baja estatura, contextura delgada y vestido de modo muy
particular sentado en un pequeño muro de seguridad vial.
“Yo
soy Genaro Hernández jovencita mucho gusto”. Se dirige a mí, al sentirse invadido
por mí mirada. “venga acérquese, que
tanto observa”. Apenada por el hecho de que me había descubierto contemplándolo
sin disimular, sonriente me acerque a él y me presente, sin perder de vista la
soltura de sus dedos sobre los botones de su acordeón la cual tocaba moviendo
sus brazos y al ritmo en que palmeaba el pavimento con su pie derecho.
Era
una melodía muy conocida la que
interpretaba en ese momento. Se trataba de una de las canciones del fallecido Cacique
de la Junta Diomedes Díaz, titulada, “Ay la vida”.
“Esto
que usted me ve haciendo joven es mi mayor pasión la toco desde hace 20 años,
de esto vivo yo, de la música, es mi sustento diario, el de mis seis hijos y mi
mujer”, dice alegremente Genaro, interrumpiendo las notas de la canción que emergían
de su acordeón en ese instante en el que la hacía sonar.
Ya
el tiempo se acortaba y el sol se perdía en el horizonte del ancho mar que
bordea la playa de El Rodadero, donde todas las tardes a eso de las 6:00 p.m.
Genaro Hernández y su grupo conocido como los parranderos del vallenato se
dispones a transitar por la orilla ofreciendo a los amantes de atardeceres sus
canciones.
“Unas
de las tantas apetecidas por los enamorados suelen ser las del Binomio de Oro,
son esas las que más nos piden y las que yo a través de mi acordeón canto con
mucho gusto porque en esa agrupación vallenata se encuentra mi ídolo, el famoso
Israel Romero reconocido también como el “El Pollo irra”, cuenta el viejo
Hernández con tanta vehemencia.
“Es
que ese hombre toca hija. Usted no lo ha visto, ¡hombre, como de que no! yo lo
considero una eminencia del acordeón. Una vez tuve la dicha de conocerlo a él y
Alfredo Gutiérrez en Barranquilla, para que son artistas humildes se relacionan
con uno, hablan, se toman unos traguitos. Conmigo más rápido porque yo soy
entrón. Lo malo es que ese día no tuve la dicha de tomarme una foto con ellos,
que vaina pa' jodida no”.
Llega
la hora, Genaro se dispone a tomar el rumbo que el destino depara para el todos
los días bajo la claridad de la luna, tocar junto el sonido de la guacharaca y
el tambor a los enamorados y parranderos que se deleitan tomando cerveza fría y
Old Parr sobre la fina arena y la oscuridad que empieza a surgir al acercarse
la noche.
Este
es uno de sus mejores momentos y su mayor realidad aparte de la dicha que le
dan su hijos, mujer y el ser profesor por las mañanas de este arte, en el que
no solo enseña a niños a cumplir el sueño que de niño el mismo construyo y que
hoy una noche de agosto se encuentra puliendo al ejercer el oficio de su mayor
pasión: tocar el acordeón.
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